CAPÍTULO OCHO. NICASIO
- albertoarija
- 27 jun 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 29 jun 2019
Lo recuerdo vestido con su eterno traje negro, chaqueta, chaleco y pantalón de pana y una boina calada. Las gafas de pasta oscuras ocultaban la cuenca de su ojo izquierdo vacía. Nicasio, el padre de mi madre, lo perdió y nunca supe cómo, porque puedo recordar el día que volvió a casa, acompañado de mis padres, con un vendaje en la cara. Lo ayudaron a sentarse en un sofá y no dijo una palabra. Le habían arrancado un ojo y no le escuché jamás una queja. Por no escuchar, no oí ni el motivo. Soportó con paciencia las curas de Higelmo, el practicante, acostumbrándonos poco a poco al paisaje mutilado de su cara que se convirtió en algo cotidiano y, por lo tanto, sin mayor importancia.
Hoy seguramente llevaría una de esas prótesis que hacen casi imposible percibir la falta de uno de los dos órganos visuales, pero el hecho es que mi abuelo llevó la cuenca del ojo vacía el resto de su vida. El lugar en el que en otro momento hubo un globo ocular quedó reducido a dos párpados que nunca terminaban de cerrarse y que lloraban de vez en cuando, lo que le obligaba a utilizar un pañuelo frecuentemente. Pero ni esta situación ni la carencia de un ojo consiguieron modificar su carácter serio y circunspecto o su rutina: café con galletas por la mañana en la cocina y cuando el café se lo prohibió el médico, galletas mojadas en agua antes de salir a su diario paseo por el barrio, o la orilla del río, o el parque junto a la estación.
Me convertí en su habitual compañero las tardes después del colegio y el día entero durante las vacaciones. Si cierro los ojos puedo sentir aún la presión de su mano grande y fuerte, propia de un campesino dedicado al campo en tierras de Sahagún, en León, toda su vida. Sus uñas fuertes, amarillentas por el tabaco y un pulgar que apresaba con fuerza mi mano mientras caminábamos despacio en dirección a la estación, a ver trenes. Una vez allí nos sentábamos en un banco de listones paralelos adosado a la pared del edificio, en la zona del andén y esperábamos el ruido ensordecedor de la máquina tirando de los vagones que llegaba jadeando y soltando nubes de vapor que hacían invisible el espacio en el que los viajeros iban y venían en un llegar y partir frenético. Aquella mole brillante terminaba deteniéndose con un último respiro y entonces podíamos ver al conductor pasarse un pañuelo por la frente combatiendo el calor que provocaba el fuego del carbón que alimentaba la máquina.
Del bolso de su chaqueta, mi abuelo sacaba un trozo de queso envuelto en papel de periódico y de uno de los bolsillos de su pantalón extraía una navaja que abría sacando el filo de su funda de nácar. Entonces lo iba cortando en trozos y ambos comíamos sin dejar de mirar el correr frenético de la gente y al Jefe de Estación, con su gorra de plato, que se acercaba al inicio del convoy con un silbato en la boca y un banderín en la mano. Solo cuando se aseguraba que todos los pasajeros habían subido al tren, hacía sonar el chiflo y agitaba la banderola. Lentamente, como si apenas les fuera posible, las ruedas de aquel monstruo que soltaba vapor en cada una de sus respiraciones comenzaban a avanzar por la estación y de las ventanillas salían brazos que se agitaban en señal de despedida. El tren se alejaba por fin de nuestra vista, perdiéndose al otro lado de la pasarela que cruzaba sobre las vías y dejando la estación vacía y silenciosa.
Luego nos íbamos a la bolera junto a los Jardines de la Estación y nos sentábamos a mirar cómo grupos de hombres jugaban a los bolos. Nueve piezas de madera se situaban en formación de a tres y los participantes trataban de derribar el mayor número desde varios metros con una bola de del mismo material que caía pesadamente sobre ellos. Allí sentados en el borde de ladrillo, mi abuelo sacaba su “libro” de papeles para liarse un cigarrillo y saboreaba el tabaco mientras observaba el juego. Con el tiempo también le prohibieron fumar y fue entonces cuando llegamos a un pacto de silencio. Para evitar que comprara cigarrillos o paquetes con los que fabricárselos, le cortaron en casa el suministro de dinero, pero Nicasio no era un hombre fácil de convencer: en nuestro paseo a la estación, o por la orilla del río, iba recopilando las colillas de los cigarrillos del suelo hasta tener suficientes para, desgranándolas, obtener material para fabricarse uno. Y me miraba fijamente y, con voz seca, para advertirme.
- Tú, de esto, ni palabra, ¿eh?
Yo no contestaba. Asentía con la cabeza. La discreción vino conmigo de fábrica y fue uno de los pilares de la estrecha relación con mi abuelo. Por eso, cuando al volver en alguna ocasión me preguntaban si el abuelo fumaba, yo negaba de una manera tan convincente que paulatinamente dejaron de interrogarme sobre el asunto.
En vacaciones, por las mañanas, íbamos a sentarnos a un banco de piedra junto al río, en el Paseo de los Canónigos, junto al Puentecillas, un puente de origen romano que cruza sobre el agua frente a la Catedral. Los castaños aportaban una sombra que aliviaba el calor del verano en Castilla y desde allí, sobre las piedras milenarias permanecíamos largo rato y contemplábamos las agujas del templo gótico al otro lado del río mientras escuchábamos el paso del agua que caía a través de una diminuta presa en el Cuérnago.
Allí escuché de su boca, entre queso y pan, historias de la Batalla del Gurugú, de su trabajo en el campo y de los días de carencia en los que se comía pan negro. Fue en ese lugar, en el banco junto el río, donde lo vi vomitar sangre y taparlo con tierra antes de volver a mirarme fijamente.
- Tú, de esto, ni palabra, ¿eh?
Y yo lo miraba en silencio sin entender lo que pasaba. Volvíamos a casa de la mano junto a las huertas del Obispo, en el margen del río, para cruzar las casas bajas pintadas de blanco y llegar al descampado donde se alzaba el edificio de cuatro plantas en el que vivíamos, frente a la tapia y la hierba repleta de sábanas secándose. En el portal se juntaban los aromas de las cocinas de los vecinos y subíamos lentamente tratando de adivinar cuál de los olores era el de nuestra casa.

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