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CAPITULO CUARTO: LA CABRA, LA CABRA...

  • albertoarija
  • 29 may 2019
  • 4 Min. de lectura

Me enseñó a caminar mi abuelo sujetándome con una bufanda por las axilas en la calle Murillo, donde estrenamos una casita de ladrillo en las “Casas de la Banca”, un emprendimiento sindical construido entre los años 1957 y 1958 en la zona noroeste de la ciudad. Sobre la acera gris avanzaba a duras penas, con pasos torpes, ajeno a la paciencia de aquel campesino de rostro duro que levantaba la mano impidiendo que fuera a parar al suelo cada vez que mis pies tropezaban uno con otro.


Recuerdo aquella casa por dentro aunque apenas viví en ella hasta más allá de los tres años. La cocina “bilbaína”, alimentada de carbón, que calentaba el circuito de agua de la calefacción de la casa. Unas arandelas concéntricas en la placa superior, que mi abuela levantaba con un gancho, dejaban un espacio por el que introducir astillas de madera que avivaban el fuego antes de cocinar. El pasillo de la parte baja, oscuro y con un enlosado negro, me parecía inmenso entonces y conducía a un patio tan pequeño como triste en el que mi madre colgaba la ropa a secar. Aquella sala que servía al mismo tiempo de comedor y de cuarto de estar tenía una ventana de madera que constituía una atalaya desde la que observar la vida en el exterior, donde el paisaje era el monótono color arcilloso del ladrillo de las casas vecinas.


En aquella calle sin ruidos, en la que el silencio era sólo interrumpido ocasionalmente por el sonido peculiar de la flauta del afilador, una vez al año los vecinos se afanaban en varear la lana del colchón. Sobre la tela que luego servía para envolverlo, ponían el montón de lana y con una vara fina de madera la golpeaban después una y otra vez haciendo que el bloque se ablandara y permitiera la confección de un aposento más liviano para sus espaldas durante las noches. El golpear de la vara marcaba un ritmo constante que se prolongaba durante parte de las tardes, al final del verano, mientras las cigüeñas iban y venían sobre los tejados, buscando su nido en la espadaña más cercana.


Y de repente, más allá del recodo que limitaba el barrio, comenzaba a llegar cada vez más claro el son de una trompeta cuyas notas se percibían paulatinamente con mayor claridad.


- ¡Vienen los húngaros!


Era la advertencia de cualquier vecina, asomada a la ventana. Los húngaros no procedían del país de la Europa Oriental. En realidad, en la mayor parte de los casos, eran familias gitanas que en un eterno peregrinar por los pueblos cercanos, buscaban ganarse unas monedas con las que paliar la miseria.


- ¡Los de la cabra! – gritaba otra, saliendo a la puerta de la calle.


Y allí estaban, efectivamente, asomando por la curva que hacía la calle al llegar desde la plaza cercana. Una pareja que no pasaba de los treinta años, con dos o tres niños, todos mal vestidos, con una cabra con aspecto hambriento, atada con una cuerda, a la que hacían subir sobre una escalera de tres peldaños azotándola levemente con una varilla. Cuando la cabra coronaba la escalinata, todos aplaudíamos como un público entregado que poblaba ya la acera haciendo corro al improvisado circo.


- ¡Y ahora, para todos ustedes, distinguido público, más difícil todavía, la cabra subirá sobre una estrecha vara de madera! – El trompetista interrumpía su monótona sintonía para que la mujer, que llevaba un tambor ajustado a la cintura, comenzara con un redoble in crescendo mientras el mamífero artiodáctilo colocaba sus cuatro patas sobre una superficie que apenas podía contener las puntas de sus pezuñas. – ¡Aaale Hop! – gritaba el trompetista en el momento en que el redoble se detenía en seco y la cabra aguantaba estoicamente la ovación de todos con gesto de no entender absolutamente nada.


Ese era el momento en que los niños que acompañaban a la pareja de artistas pasaban un plato entre los presentes con no demasiado éxito, aunque nunca faltaba alguna moneda que compensara tamaño espectáculo. Después, como despedida, de aquella vieja y abollada trompeta salía trompicada la melodía de “La entrada de los Gladiadores” que se iba apagando poco a poco a medida que toda la comitiva desaparecía por la esquina de la calle que bajaba al río. Lo último que veíamos antes de regresar al interior de la casa era el caminar decidido de aquel grupo alejándose con la trompeta, el tambor, la escalerilla y la cabra que, de mala gana, los seguía mientras iba dejando a su paso cagarrutas que semejaban huesos de aceituna.



De aquella casa nos echó la escalera. Imagino que también el crecimiento exponencial al que mi familia se había sometido, pero sobre todo aquella subida casi de caracol, con un pasamano tan bajo que era imposible apoyarse sobre él sin tener que agacharse y por la que por riguroso turno rodamos prácticamente todos sus habitantes y algunas visitas. Cuando la abuela terminó de bruces en la sala después de bajar los peldaños contándolos con los huesos desde el piso superior, mis padres se convencieron de que allí alguien iba a terminar matándose.

 
 
 

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