CAPÍTULO NUEVE: ¡SALADILLA! ¡PIPAS! ¡CHICLE! ¡CACAHUÉ!
- albertoarija
- 10 jul 2019
- 5 Min. de lectura
Durante la temporada, mi padre me llevaba al fútbol. Los domingos en los que el equipo jugaba de local, después de comer, no había tiempo que perder y nada más levantarnos de la mesa nos abrigábamos para salir de casa y girar a la izquierda por la tienda del señor José, cruzando después la carretera para enfilar de la mano la larga calle de San Antonio, junto al río, en un trayecto a zancadas largas con un ritmo que me resultaba difícil seguir.
Mi padre iba siempre como con prisa, erguido, casi marcial. Daba lo mismo si faltaba o sobraba tiempo. Había dos características en el caminar de aquel hombre de menos de un metro ochenta, delgado, peinado hacia atrás y con un fino bigote sobre la comisura del labio superior: la velocidad a la hora de ir de un lado para otro y la costumbre de entonar cualquier melodía mientras andaba. En otro tiempo había sido cantante profesional pero no creo que esa fuera la razón por la que cada vez que salía de casa comenzara a interpretar una canción, existente o no, porque mi padre, sin darse cuenta, era compositor.
Sea como fuere, la velocidad de crucero que conseguíamos reducía por una parte la sensación de peso en el estómago después de comer y por otra el frío del ambiente que en invierno podía a primera hora de la tarde, estar bajo cero. A nuestra izquierda, según avanzábamos, veíamos el río con la superficie congelada y cómo unos niños, en la orilla, arrojaban piedras para ver cómo éstas golpeaban la superficie de hielo sin partirlo y resbalaban después hasta ir a parar al margen contrario.
Pasábamos la iglesia de San Antonio y el ambiente cambiaba por completo. La silenciosa afluencia de personas que veíamos ir con nosotros hacia la plaza donde se asentaban las taquillas, se transformaba en una ruidosa multitud que poblaba las filas ante la ventanilla para comprar la localidad. A pocos metros, en grupos más o menos numerosos, se escuchaban las voces de los aficionados comentando las posibilidades del equipo local ante el visitante. Aquellos hombres, ataviados con bufandas del color de las camisetas del equipo, se convertían por una tarde en técnicos capacitados para elaborar estrategias o emitir juicios de valor al respecto de las características del juego como si de entrenadores titulados se tratara.
Rodeando la tapia que circundaba la parte norte del estadio, llegábamos hasta la entrada de tribuna, uno de los dos graderíos instalados en las bandas del campo de fútbol, el único que contaba con asientos donde poder ver con cierta comodidad el espectáculo. El resto del público asistía al desarrollo de la competición de pie, en diferentes zonas situadas con la elevación suficiente como para que nadie quedara sin ver lo que ocurría en el campo.
El encargado que vigilaba la puerta de entrada al campo tomaba nuestras localidades y arrancaba un trozo de ellas como garantía de que habíamos entrado en el recinto. Y al pasar, un panorama emocionante se abría ante mis ojos, por muchas veces que acudiera al mismo lugar: el público iba ocupando las localidades y el murmullo llenaba aquella zona abierta hacia el río, que se adivinaba en uno de los fondos, detrás de la portería, al otro lado de una tapia cargada de anuncios publicitarios. Sobre el césped, los jugadores calentaban realizando ejercicios de estiramientos y ejercitándose con el balón en los minutos previos al comienzo del partido.
Buscábamos nuestra localidad que, si bien no era numerada, correspondía al mismo sitio que ocupábamos cada quince días. No había reserva de espacio, pero todo el mundo respetaba los lugares en los que los mismos espectadores veían el fútbol domingo tras domingo. Incluso los vecinos de asiento, si alguien llegaba con intención de sentarse, le advertían que en unos minutos llegaría el “dueño” de ese espacio.
La piedra de los asientos resultaba dura y fría, pero a mí no me importaba. Me consideraba un privilegiado al mirar desde allí, relativamente cerca del césped, las evoluciones de los jugadores. Nada había que estorbara mi visión de todo lo que ocurría en el campo. Podía percibir el inconfundible aroma de los puros “farias” el tabaco preferido por los aficionados, que encendían su cigarro de un tamaño que les duraría el primer tiempo del partido. El humo se mezclaba con el vapor de la respiración de cientos de espectadores que se convertían en miles en pocos minutos, esperando la salida de los jugadores, que ahora se habían introducido en los vestuarios después de sus ejercicios en el campo.
En los altavoces del campo sonaba la potente voz del locutor que anunciaba ferreterías, tiendas de ropa, concesionarios de vehículos, establecimientos de venta de repuestos para maquinaria de campo, mientras todo el mundo se acomodaba en las gradas. Finalmente, el locutor daba paso al himno del club al tiempo que los jugadores avanzaban desde el vestuario, en dos filas, al final de las cuales aparecían el árbitro de la contienda, junto con sus dos asistentes.
- ¡Sobreroooo! – le gritaba alguien a pocos metros de donde me encontraba. No había salido siquiera al campo y aquél tipo con aspecto de mecánico ya se había puesto en pie y, con la vena del cuello hinchada, se dirigía al árbitro - ¡hijo de mil paaadreeees!
Instantes después comenzaba el choque. Por la tribuna avanzaba Pepe, con una enorme cesta de mimbre colgada del cuello, en la que cargaba paquetes de golosinas que iba vendiendo entre los espectadores. Con una pericia sólo al alcance de quienes como él llevaban años distribuyendo productos entre las filas de asientos del graderío, avanzaba declamando a viva voz el contenido de la cesta.
- ¡Pipas!, ¡chicle!, ¡cacahué!, ¡saladilla!, ¡almendra!, ¡garrapiñadaaaaa!
Mi padre hacía un gesto con la mano y Pepe sabía por experiencia lo que yo quería. Un paquete de almendras tostadas, como sólo podía elaborarlas aquel hombre en su horno particular y un paquete de pipas, munición con la que estaría abastecido durante todo el partido.
Un bombo sonaba cuatro filas más arriba y los aficionados a coro repetían las consignas del grupo que hacía de director de orquesta. En cada acometida a la portería del rival, el volumen de ambiente subía hasta llegar a una exclamación de emoción e incredulidad cada vez que el balón pasaba cerca del arco contrario. Periódicamente, en las ocasiones en las que el árbitro tomaba una decisión que no gustaba al respetable, éste silbaba ruidosamente abroncando al juez de la contienda.
Un hombre, con una chaqueta de color azul y dos botellas introducidas en unas fundas que llevaba colgadas de la cintura, servía coñac en unos vasos de plástico al tiempo que anunciaba su mercancía gritando la marca de la etiqueta.
- ¡Soberano!
- ¡P’a tu hermano! – contestaba alguien en la grada.
Durante hora y media los vecinos en la grada comentaban las jugadas y constituían un grupo que compartía la ilusión de ver a su equipo imponerse al rival. A veces, en el fragor de la batalla, si alguien provocaba una subida especial de adrenalina, siempre había alguien que imponía la cordura sobre los exaltados.
Si el equipo ganaba, todos salían del recinto animados, comentando las jugadas, haciendo cábalas para el próximo partido, que se jugaría como visitante. Poco antes de anochecer girábamos por la tienda del señor José y nos metíamos en el portal para subir a casa. Fuera, en la calle, en el haz que dejaban las primeras luces de las farolas, se adivinaba la escarcha que durante la noche caería sobre la ciudad antes del comienzo de otra larga semana de colegio.

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