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CAPITULO SEIS: "MI PRIMERA FAJA"

  • albertoarija
  • 14 jun 2019
  • 5 Min. de lectura

Mi amigo Lorenzo tenía la voz aflautada. A los nueve años se encontraba en un proceso de cambio hormonal que hacía que en determinados momentos de su garganta exhalara una suerte de filigrana compuesta por agudos y graves, sin venir a cuento, sin aviso previo, en mitad de cualquier frase. Combinaba la voz gruesa y fina de un modo tal que le producía cierta vergüenza por lo que, la mayor parte del tiempo permanecía callado. Sólo en casos de necesidad, cuando era preguntado por un adulto o si sentía curiosidad por algo hasta el punto de no retener en su cuerpo la duda, abría la boca para comunicarse.


Lorenzo no era del barrio. Venía alguna vez a jugar a la calle, bajo nuestra casa o lo encontraba en el patio del colegio sentado en las escaleras de la entrada, junto a la jaula de botellines de leche que el Plan Marshall, esa campaña de ayuda a países subdesarrollados como el nuestro, ponía a la puerta para que los niños nos alimentáramos al salir al recreo.


Aquella mañana Lorenzo estaba ensimismado. Con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sentado en el último escalón del acceso a la puerta principal, sus calcetines verdes salían de sus zapatos marrones para subir por aquellas pantorrillas finas, que terminaban en unas rodillas huesudas y triangulares que apenas asomaban por las patas de su pantalón corto. La mirada perdida y una mano ocupada con la botella de leche mientras con la otra sujetaba su barbilla, hacían de él la verdadera imagen de la duda existencial.


Así me lo encontré al salir al recreo aquel día. Elegí dos botellas de leche antes de sentarme a su lado y notar el frío granito bajo mi trasero y mirarlo fijo, tratando de adivinar qué estaría pensando aquel muchacho que, repentinamente, me miró, sorbió la leche hasta la última gota y con aquella voz tan peculiar, preguntó:


- Oye… las mujeres… ¿Tienen las tetas juntas o separadas?


Y se me quedó mirando, a la espera de una respuesta que le sacara de aquella incógnita que le resultaba imposible despejar.


A los nueve años, en aquella España en blanco y negro, carpetovetónica y nacionalcatólica, era prácticamente imposible que un niño supiera de particularidades físicas femeninas, más allá de lo que pudiera adivinarse al otro lado de vestidos y ropajes que tapaban mucho y evitaban curvas pronunciadas. La sociedad triste en la que nos educamos nos impedía mirar con naturalidad y por supuesto adentrarnos en detalles que tuvieran que ver con la intimidad, por muy elementales que éstos fueran. Así que, después de sostener su mirada durante unos segundos con la misma cara de estúpido que él, le contesté.


- ¿Y yo qué sé, Lorenzo?

- ¿Nunca has visto unas tetas?


Si no las había visto él, ¿cómo podría pensar que yo iba a tener distinta suerte?


- No. Ni idea.

- Yo sé que son dos, pero no sé si van cada una por su sitio o están unidas por el medio – Mi amigo volvió a mirar al infinito.


Mantuvimos unos instantes de silencio. Él, absorto en sus pensamientos y yo haciendo memoria, tratando de recordar si en algún momento había sido testigo de algún episodio que pudiera arrojar algo de luz sobre la oscuridad de sus dudas, pero todo lo que acerté a decir, al cabo de un rato, no aportó demasiadas novedades.


- Una vez vi una faja.


En el segundo piso del edificio en que vivíamos, justo frente a la puerta de mis primos, cuatro hermanos de un pueblo habían ido a vivir con el fin de estudiar el bachillerato. Eran de una agonizante aldea de la Tierra de Campos, habitada apenas por una docena de vecinos y a quienes los padres decidieron costear un piso en la capital en el que vivían durante el curso escolar. Aquellas tres hermanas y el único varón pasaban habitualmente por casa para ver la televisión después de cenar, o para recibir llamadas de sus padres en los primeros tiempos en los que el teléfono llegó al barrio y no todos disponíamos de él. Con el tiempo se convirtieron en una prolongación de la familia, lo que en el fondo ocurría de un modo u otro con el edificio entero como consecuencia de la falta de ascensor, los encuentros habituales con largas conversaciones en la escalera y, como este caso, de muchas tardes de café en las que mi tía y mi madre ejercían de algún modo el papel de adultas ante cualquier necesidad.


Las tres hermanas tenían entre catorce y dieciocho años, lo que a hacía que me parecieran prácticamente mujeres adultas. Un día mi madre me mandó bajar a su casa a buscar sal. Era muy corriente que ante la falta de algún ingrediente imprescindible en la cocina, cualquier vecino salvara la situación hasta que el Sr. José abriera la tienda y pudiera abastecerse la despensa. Bajé los dieciocho escalones distribuidos en dos tandas de ocho y un descansillo con dos hasta su puerta y, después de tocar el timbre, escuché los pasos de alguien que transitaba el pasillo para abrir.


Y fue en ese momento, cuando la puerta se abrió, que más allá de la hermana mayor, que me preguntaba si quería algo, vi cómo del cuarto de baño, que se encontraba a medio pasillo, salía la silueta de la hermana del medio, con una toalla enrollada en la cabeza, la espalda desnuda y en la parte inferior de su cuerpo una faja como aquellas que anunciaban por la tele, de las que según decían, sujetaba y ensalzaba la figura.

No sé el tiempo que pasó desde que salió y recorrió el pasillo, despreocupada, con una mano sujetando la toalla de su cabeza y ese caminar lento y descalzo hasta desaparecer por la puerta del fondo y entrar en la habitación. Para mis ojos la secuencia se desarrolló a cámara lenta y, si hago memoria, seguramente tenía banda sonora, pero eso no lo puedo recordar. Sí soy consciente de que su hermana, al ver mi cara de embobamiento, tocó mi frente, devolviéndome a la realidad.


- ¡Que qué quieres!

- Me ha dicho mi madre que si tienes sal – acerté a decir balbuceando y mirando al fondo del pasillo, por si la esfinge que acababa de ver volvía a salir.


Nunca salió, por supuesto. Sin embargo, aquella secuencia quedó adherida a mi recuerdo desde entonces. Hoy en día, cuando paseo por la ciudad que me vio nacer y repentinamente me encuentro con quien fue aquella adolescente de la toalla sobre la cabeza, viene a mente la misma frase:


- ¡Mira, mi primera faja…!


Despertábamos a la vida por generación espontánea, sin explicaciones, a golpe de experiencias furtivas y curiosidad insatisfecha. Lorenzo envidió durante un tiempo mi primer encuentro con la corsetería. Los rombos en los programas de televisión separaban lo lícito de lo ilícito, aquello que podía verse y lo que se debía ocultar. El temor, la culpa, el pecado, asediaban sin tregua y se metían por cada rendija de nuestras vidas y conciencias para, una vez dentro, ejercer tal peso sobre nosotros que apenas nos dejaban crecer.



 
 
 

2 comentarios


Marta Morrone
Marta Morrone
15 jun 2019

Historias de infancias ya lejanas sostenidas por los recuerdos de un tiempo que compartíamos sin prisas.

¿ Nostálgica? ¿ Melancólica? Nada de eso. Feliz de haber leído estas maravillosas crónicas, que despertaron mis propios recuerdos y a la espera de nuevos capítulos.

Gracias por compartirlos.

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Fernando González
Fernando González
15 jun 2019

Son geniales todos estos artículos!!! Qué recuerdos!!!

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