CAPÍTULO SIETE: ¡DIECIUNO! ¡DIECIDOS! ¡DIECITRES!
- albertoarija
- 21 jun 2019
- 4 Min. de lectura
El hijo del panadero tenía cuatro años, como yo, cuando coincidimos en el colegio aquella mañana de otoño. No lloramos ninguno de los dos, no por falta de ganas. Aquel recinto oscuro en el que nos dejaron en manos de lo que luego descubrimos que era una monja, pero que en ese momento nos pareció un ser extraño de apariencia casi humana, era muy diferente al entorno familiar en el que nos habíamos movido hasta entonces.
Sotillo, que así se llamaba, tenía la cara redonda, los ojos grandes y el pelo rubio. Todo lo contrario que yo, que podía pasar por un norte africano. Ambos teníamos en común un cuerpo flaco y de apariencia endeble, seguramente por eso y porque nos sentaron en lugares contiguos, en aquellos pupitres de madera en cuya mesa había un agujero para sujetar los tinteros y que disponían de dos plazas, nos caímos bien. También influyó sin duda el hecho de que estábamos solos contra el mundo, en la primera fila, ante aquella mole vestida con un hábito oscuro y cuyos mofletes y papada asomaban orgullosos por una cofia blanca ajustada a su garganta de la que salían dos alerones que le hacían parecer un cádillac con las puertas delanteras abiertas. Su enorme corpachón se movía en un bamboleo de lorzas bajo su vestimenta en las raras ocasiones en que abandonaba su asiento en su mesa situada sobre una tarima para recorrer el aula entre las mesas, siempre con la intención de producir algún chichón en las cabezas de quienes quedábamos en su trayectoria.
- ¡Sotillo! – su voz llenaba la sala al mismo tiempo que mostraba una dentadura que era una amenaza - ¡Venga para acá!
La monja tenía la costumbre de adobarte a hostias pero, eso sí, te trataba de usted con todo respeto. Y a Sotillo le cambiaba la cara cuando oía su apellido porque sabía que no volvería ileso a su lugar en el pupitre. Despacio, seguramente pensando qué mal había producido para que lo llevaran diariamente a ese suplicio, avanzaba hasta situarse junto a la maestra, calculando una distancia de seguridad que le mantuviera fuera de su alcance.
- ¡Venga para acá, Sotillo! – Sor Eusebia no tenía ganas de inclinarse y lo quería más cerca – A ver… ¡cuente!
Y Sotillo comenzaba en voz baja una cuenta que era más una letanía.
- Uno… dos… tres…
- ¡Más alto, Sotillo!
Sotillo tomaba aire.
- Uno… dos… tres…cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… diez… dieciuno… diecidos… diecitres…
No pasaba de ahí. Sotillo sabía que lo estaba haciendo mal, pero no sabía hacerlo de otro modo. Aplicaba el sentido común y, si once eran diez más uno, la lógica decía que su enunciado sería “dieciuno”, no le salía de otra forma. El volumen de su voz, después de la decena, bajaba progresivamente hasta desaparecer en el momento en que la monja amagaba con la izquierda. El niño instintivamente trataba de esquivar el golpe moviéndose hacia el lado contrario, encontrándose un derechazo a mano abierta que impactaba de lleno en su moflete. La suma de ambas velocidades y la desigual colisión del peso del niño y la maza que esgrimía la monja, provocaba que Sotillo perdiera el equilibrio, yendo a parar contra el listón de madera del encerado, donde reposaban las tizas, que acababan desparramadas junto al chiquillo por el suelo.
- ¡Levántese, Sotillo, no me haga perder la paciencia! – ni una leve preocupación por el estado del alumno, que se dolía del golpe en la cabeza contra el taco de madera – ¿Cuántas veces tengo que repetirle los números para que aprenda a contar?
Mientras el dolorido Sotillo recuperaba la verticalidad junto a la profesora, ella miraba al resto de los alumnos.
- A ver… ¡todos! ¿Qué va después del diez?
Antes de escuchar el coro de niños entonando la cuenta, ya se había aferrado a una de las orejas de Sotillo, para tirar de manera acompasada.
- ¡Once…! ¡Doce…! ¡Trece…! ¡Catorce…! – decíamos todos mientras el pobre desgraciado subía y bajaba al ritmo en el que aquella monja enfurecida tiraba de su oreja, amenazando quedarse con ella en la mano.
- ¡Sotillo! ¡Repita! ¡A ver, usted sólo! ¡Desde el ocho!
Sin soltar la oreja, que ya estaba amoratada, el infeliz volvía a intentarlo.
- ¡Ocho…! ¡Nueve…! ¡Diez…! ¡Dieciuno…! ¡Diecidos…! ¡Diecitres…!
Con gesto de desesperación, la religiosa soltaba la oreja del niño que, antes de ser consciente de su libertad, recibía otro golpe en la nuca que lo mandaba hacia adelante, dando traspiés, hasta su lugar en el pupitre.
- ¡Ande! – vociferaba moviendo los mofletes ajustados en la toca – ¡Va a terminar quitándome la vida!
Sotillo jamás se quejaba. Volvía a su lugar en silencio y yo me quedaba mirándolo entre la impotencia y la solidaridad, pensando que en ese momento, si pudiera, aceptaría la mitad de su dolor para hacérselo más llevadero. Nunca lloraba, jamás le escuché un gemido, una queja. Pacientemente, insistía en su intento de contar de una manera coherente después de la decena con una tenacidad envidiable.
Aquel recinto oscuro y sin ventilación, con el suelo de madera y el polvo de tiza en constante suspensión era el lugar en el que una treintena de niños pasábamos toda la mañana y parte de la tarde, desde el mes de septiembre hasta el mes de junio, con una única salida a un patio de piedra tan escaso como frío en una edad en la que necesitábamos jugar más que aprender con sangre, como rezaba el refrán y ponía en práctica aquella mujer que desayunaba un tazón de leche con café y pan sobre la mesa sobre la tarima en la que destilaba a diario una amargura interior tan grande como su anatomía.
Varias décadas después coincidí con ella en el mismo edificio, que se había convertido en un asilo en el que ella languidecía semanas antes de fallecer. Ambos nos recordábamos. Hablamos poco, lo suficiente como para poder asegurarle que no le guardaba rencor y que comprendía que ya tenía suficiente, al final de su existencia, con esa sensación de fracaso que produce no haber hecho con su vida nada de lo que le hubiera gustado.
De Sotillo supe que heredó la panadería de su padre y que, finalmente, debió aprender a contar porque se hizo un empresario exitoso.


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