CAPÍTULO CINCO: ¡PIM! ¡PAM! ¡PUM! ¡FUEGO!
- albertoarija
- 5 jun 2019
- 4 Min. de lectura
El tiempo que se tarda en poner una inyección es exactamente el mismo que se emplea para decir la siguiente frase: “¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡Fuego! ¡Chispas! ¡Bomberos! ¡Socorro! ¡Ay, dios mío! ¡Que se me quema el culo!” Este teorema está demostrado una y mil veces. Era el tiempo que le hacía falta a Enrique Higelmo para pincharte, empujar el émbolo y retirar posteriormente la aguja de tu nalga, la derecha o la izquierda, la que tocara por orden alternativo. Y era la misma letanía que todos soltábamos en casa para tratar de aminorar el pánico y la sensación de dolor que nos provocaba la administración de la medicación por vía intramuscular cuando a cualquiera de los seis hermanos nos tocaba en suerte la presencia del practicante.
La figura del practicante estaba valorada injustamente. No era popular, desde luego. Recorría las casas en los años sesenta con aquel viejo estuche de piel, del que extraía una cajita de metal que colocaba sobre el fogón de la cocina, sujeta por un soporte y bajo la cual prendía fuego a un algodón impregnado en alcohol. En el recipiente, lleno de agua que hervía como consecuencia de la llama, introducía las agujas hipodérmicas, las boquillas y los cuerpos de la jeringuilla y los émbolos, para que todo estuviera bien desinfectado antes de proceder con el niño en cuestión.
Higelmo, que era conocido en casa por el apellido, era del pueblo de mi madre: Sahagún de Campos, en la provincia de León y todos lo odiábamos. Lo cierto es que con el tiempo, mucho más tarde, nos dimos cuenta de que se trataba de un hombre realmente cariñoso, pero para entonces éramos mucho mayores y teníamos capacidad para comprender algunas cosas. Además, por supuesto, ya no nos ponía inyecciones, lo que obró muy a su favor.
Pero en aquellos años sólo pronunciar su nombre causaba un nerviosismo generalizado. No digamos ya cuando sonaba el timbre de la puerta y quien la abría lanzaba una exclamación que era más una alarma que una bienvenida:
- ¡Higelmo!
Cada cual tiraba lo que estaba haciendo. No levantábamos las orejas como los ciervos ante el peligro porque no estamos dotados para ello, pero con la misma velocidad buscábamos un escondite, ese lugar en el que considerábamos que ni el diablo en persona era capaz de encontrarnos.
Allí estaba, al otro lado de la puerta. Abrigo verde oscuro y sombrero a juego que protegía su cabeza despoblada de pelo, con su sonrisa habitual digna del psicópata que sabe que acaba de provocar el pánico y le importa un bledo. Con tono jovial, considerándose de la casa, entraba por su cuenta hasta la cocina obviando el hecho de que quien abrió la puerta había girado sobre sus pasos sin saludar, desapareciendo por la cortina del pasillo para buscar acomodo detrás de un sofá, en la sala.
No importaba que el enfermo fuera otro. Todos sabíamos quién iba a ser el destinatario del rejón aquel día, pero también en qué consistían las bromas de aquel matarife. Mientras sus utensilios de tortura hervían en su recipiente, recorría la casa aguja en mano, buscando cualquier incauto de ojos asustados al que espantar.
Bajo la cama de mis padres, agazapado y conteniendo la respiración, esperaba que cualquier otro de mis hermanos fuera el desdichado que sufriera las acometidas de Higelmo. Desde allí abajo, veía el ir y venir de sus zapatos por el pasillo, abriendo las puertas de las habitaciones.
- ¿Dónde se han metido estos chicos? ¿A quién le pincho hoy?
Él sabía perfectamente dónde me encontraba. Era consciente de que observaba sus pasos asustado desde mi escondite. Esperaba el momento oportuno para entrar y asomar bajo la cama su cabeza y su brazo armado con la aguja en un juego incomprensible para un niño. Así que, cuando finalmente entraba con rapidez en la habitación, yo ponía en práctica mi estrategia y el motivo por el cual había elegido aquel escondite: la cama de mis padres era demasiado ancha para que su brazo llegara de lado a lado y demasiado baja como para que su cuerpo pudiera introducirse en tan angosto espacio, por lo tanto, la agilidad del niño ganaba al movimiento limitado del adulto y yo siempre me encontraba lo suficientemente lejos de su alcance. Así hasta que el efecto del fuego en el recipiente que hervía su instrumental amenazaba con secar completamente el agua y mi madre apresara al destinatario real de la dosis.
Y entonces, al instante, escuchábamos la voz del pobre infeliz, que llegaba desde la cocina. Con una pierna encogida hacia atrás, tratando de no apretar la nalga porque estaba avisado de que el líquido tardaría más en entrar y rogando para que el momento pasara pronto, rezaba la consabida letanía: ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡Fuego! ¡Chispas! ¡Bomberos! ¡Socorro! ¡Ay, dios mío! ¡Que se me quema el culo!
- ¡Ya está! ¡Ya está! – se oía la voz de Higelmo, notificando a mi hermano que el suplicio se había terminado. Con un algodón impregnado en alcohol frotaba enérgicamente el área anatómica en que había realizado su faena y acto seguido, una vez que había procedido a lavarlo concienzudamente, guardaba el material en la urnita plateada, que introducía en su cartera de piel.
Ese era el momento, cuando todo elemento potencialmente peligroso había desaparecido de la escena, en el que los demás salíamos tímidamente de nuestros escondites a saludar. Entonces Higelmo se convertía en alguien realmente de la familia, que se sentaba tranquilamente a tomar un café en la cocina de casa, mientras charlaba con mi madre y mi abuela sobre las cosas y la gente de su pueblo.

Higelmo se jubiló y se fue a vivir a Huelva, lejos de su Sahagún natal y del lugar en el que trabajó durante décadas. Yo he mantenido una fobia por las hipodérmicas que aún no he superado y que me ha llevado a eludir incluso algún que otro tratamiento por no tener que pasar por el mal rato de poner el brazo. Pero eso, quizás sea materia de otro capítulo.
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