capítulo primero. piloto.
- albertoarija
- 10 may 2019
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 14 may 2019
Todos los que hemos cumplido sesenta años llevamos dentro un niño de barrio que sabe lo que son las canicas, el clavo, el salto y pongo, la vaca plantada, el pico, zorro o zaina, la peonza y los partidos de fútbol improvisados en la calle, bajo el balcón de casa, desde el que tu madre pitaba el final al grito de que la cena estaba lista y donde el balón rodaba de manera anárquica con pequeñas pausas en las contadas ocasiones en las que pasaba un coche. Los partidos de barrio eran el reflejo del conformismo ya que podían terminar en el preciso instante en que la madre del dueño de la pelota lo llamara para hacer las tareas del colegio y los demás nos quedábamos mirando cómo, con cara de circunstancias y con un “me llama mi madre” a modo de excusa, se introducía en el portal. Así que pasábamos de la impotencia a la resignación y a partir de ahí la vida continuaba porque alguien proponía inmediatamente una partida de chapas.
Los que tenemos una edad sabemos de domingos por la tarde pegando cromos de “Vida y Color” en aquel álbum interminable, después de horas en la Plaza Mayor, lugar obligado para cambiar los repetidos y buscar los últimos que nos faltaban, esos que eran los más difíciles. Eso era antes de comer. Después nos íbamos a la primera sesión del cine, porque en la pantalla de un convento, entre pipas y palomitas de maíz, Charlton Heston abría las aguas del Mar Rojo a bastonazos o ganaba una carrera de cuadrigas ante los vítores y aplausos de la concurrencia.
Todos, o la mayoría, tuvimos aquellas botas katiuskas con las que saltábamos salpicando sobre los charcos en el trayecto desde casa hasta el colegio, en cuyas aulas había olor a humanidad, ese aroma del que todas las madres se quejaban siempre al entrar en la habitación que compartíamos con varios hermanos. El colegio era la proyección de la casa, pero con otra gente, ese sitio donde descubrimos el sabor de la tiza, y los ejercicios de caligrafía en el cuaderno de “Rubio”. El recinto en el que recitábamos los ríos con sus afluentes, las comarcas y su producción y los pecados capitales con sus virtudes cardinales como antídoto. Esos lugares a los que acudíamos con lluvia o nieve para formar filas en el patio, con el brazo extendido por orden de estatura, antes de entrar en clase en riguroso silencio.
Los niños de los años sesenta vivimos un país en blanco y negro. Y cuando anochecía, nos amontonábamos en el sofá frente a un televisor en el que, con la misma gama cromática de color, se asomaban “Los Chiripitifláuticos” o la perrita “Marilín” y los vecinos llamaban a la puerta o miraban por la ventana para ver las corridas de toros o cómo Gento corría la banda.
Y en todo caso, en invierno, hasta la hora de la cena, jugábamos con cualquiera de los Juegos Reunidos Geyper.
Yo no se en qué consistía la vaca plantada. Pero yo recuerdo además de estos juego la dola, o la pídola, no se si serán lo mismo.