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CAPÍTULO DOS: EL ELEFANTE

  • albertoarija
  • 15 may 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 29 may 2019

Mantengo una teoría: el tiempo que tardamos en el cuarto de baño está en relación directa con el número de hermanos que hemos tenido. O lo que viene a ser lo mismo: si eres miembro de familia numerosa y naciste en la España de los sesenta, tardas mucho en el excusado, el baño, el wáter, el aseo, el servicio, el retrete, el tigre, cualquiera del sinfín de acepciones con que se denomina ese espacio que todos los mortales visitamos varias veces al día. Y, como toda teoría que se precie, tiene una explicación. Voy a ello.


Hoy en día, en todas las casas hay dos, tres cuartos de baño, a los que en ocasiones se les añade uno, sin bañera ni ducha, que sirve para las visitas que llegan en cualquier momento. En la España del subdesarrollo, en aquellas viviendas de protección oficial donde las familias de cinco, seis, ocho o diez hermanos nos hacinábamos en setenta o como mucho noventa metros cuadrados, contábamos únicamente con un cuarto de baño. El mío, en un tercer piso al final de una calle, con setenta y siete metros cuadrados para nueve personas, era de los de media bañera, es decir, un receptáculo más pequeño que las artesas convencionales, con un asiento y el lugar justo para poner los pies bajo la ducha.


Pero aquel lugar era un bastión de incalculable valor emocional. Frente al amontonamiento en el resto de la casa, donde resultaba imposible la mínima sensación de intimidad, el cuarto de baño se convertía en ese recinto sagrado donde uno gozaba de la soledad, lejos de las molestias y estorbos provocados por el resto de la familia. Cuando conseguías encontrar el baño libre era como llegar a un oasis en medio del desierto. Y entonces, corrías antes de que cualquier otro tuviera la misma idea y cerrabas el pestillo, respirando profundo en un suspiro de felicidad.


En el aseo de mi casa he hecho las tareas del colegio, tocado la guitarra, leído la mayor parte de la literatura consumida en mi niñez y adolescencia y simplemente he contemplado el techo sin hacer nada, únicamente disfrutar de esa sensación de libertad que no duraba mucho tiempo porque tu madre golpeaba la puerta con los nudillos cuando menos lo esperabas. Hablando de literatura, en los cuartos de baño de la época se ha leído de todo: los prospectos de las medicinas que se guardaban en el cajón, bajo el lavabo, las indicaciones del champóo… Algunas veces incluso pensé en la idea de editar libros en el rollo de papel higiénico, de modo que cada usuario, antes de utilizarlo, pudiera leer un capítulo. Dejo aquí la idea para los editores en busca de nuevas opciones, ahora que el libro-papel anda de capa caída. Pero volvamos a mi madre:


- ¿Quién está ahí?

- Yooooo, mamáaaaa.

- ¡Vamos! Sal inmediatamente, que el abuelito quiere entrar.


El abuelito no quería tranquilidad ni sosiego, que para eso se iba a la calle, era un anciano con problemas de próstata y la urgencia siempre era real, por lo que dabas por concluido el momento zen de la época.


Los cuartos de baño de entonces eran todo un muestrario de objetos y accesorios que hoy pasarían a engrosar un museo etnográfico: la piedra pómez reposaba en el borde de la bañera, triste y desgastada, junto al tarro azul de nívea y sobre la repisa de cristal, en el lugar justo donde comenzaba el espejo, la brocha, la maquinilla y un paquete de cuchillas que mi padre usaba para afeitarse. Aún puedo verlo allí, embadurnándose la cara de blanco, antes de pasar con gesto suave y decidido, la cuchilla por su cara. Luego sumergía la maquinilla bajo el agua del grifo para repetir la operación, hasta que conseguía dejar su cara limpia de pelo, excepto un fino bigote, que parecía salir de los orificios de su nariz y bajar por ambos lados del labio superior, hasta llegar a las comisuras. Para que éste quedara igual en ambos lados, colocaba un naipe marcando la línea de afeitado, comprobando después que el resultado era el apetecido. Luego, con una tijera fina, rebajaba la densidad del pelo hasta pasarse los dedos una vez satisfecho con el resultado. Pero sin duda, la estrella del lugar, el utensilio que jamás podía faltar se encontraba junto al retrete. Colgado bajo una visera de loza blanca, semi escondido con uno de sus extremos asomando verticalmente, siempre estaba allí el papel “El Elefante”, con una cara lisa y la otra como una lija, diseñado con aquel color marrón tan apropiado y con el que todos hemos empleado horas mientras permanecíamos sentados, haciendo papiroflexia, bolitas que se convertían en improvisadas canicas e incluso iniciado borradores de cartas encendidas de amor a nuestras primeras amadas adolescentes.


El cuarto de baño, que entonces tenía ventana, fue nuestra primera fortaleza, nuestro Camelot particular, allí donde mirábamos el mundo por las rendijas de la persiana de caña, lejos del bullicio familiar del resto de la casa.


Seguramente por eso, para aquellos que fuimos niños en los sesenta, sigue de manera inconsciente constituyendo un reino privado del que no nos apetece salir en mucho tiempo. Aunque hoy haya más que miembros de la familia.


 
 
 

1 Comment


Fernando González
Fernando González
May 27, 2019

Muy buenos estos recuerdos. Y los que lei antes tambien!!!

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