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CAPÍTULO TRES: SOBREVIVIMOS LOS FUERTES

  • albertoarija
  • 24 may 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 29 may 2019

Al otro lado de una pantalla de cine, me nacieron una madrugada de mayo, sietemesino y sin asistencia hospitalaria. Y no porque la economía de mis padres fuera tan penosa que no les permitiera ese beneficio, es que entonces llegabas así: en su cama y con la única ayuda de la partera, que por lo general carecía de una titulación específica y en el mejor de los casos podía blandir el título de enfermería, se había dedicado toda la vida al laborioso asunto de traer al mundo nuevos habitantes y eso le daba crédito suficiente para ser la única testigo del milagroso momento (califico de tal manera el instante porque resulta prodigioso que no fuera mayor el índice de mortandad ya fuera de la madre o del retoño).

Digo “me nacieron” porque yo realmente no hice nada especial por venir al mundo. Uno no es consciente de ese momento porque los recuerdos, el “uso de razón” que le llamaban a esa frontera entre el limbo y la experiencia, llegan más tarde. Pero aparte de llorar certificando que respiraba no creo que en mi haber haya ninguna otra acción positiva que pudiera atribuirme personalmente el hecho de nacer por mí mismo. Sin incubadoras ni elementos que animaran a la naturaleza a añadir algo que de entrada no hubiera puesto, sobrevivíamos los fuertes. A la leche materna le seguía la papilla de “anfimón”, o “pelargón” y de ahí pasábamos a comer de todo, en mayor o menor cantidad, pero de todo. En la memoria colectiva está arraigado el sabor del triturado de plátano con naranja, al que se aportaba consistencia con algunas galletas “María”.

Lejos aún de los pañales de última generación, nos acoplaban unas gasas que nuestras madres lavaban una y otra vez y que nos provocaban tales escoceduras en las nalgas que necesitaban un extra de crema hidratante.

Si llegabas a superar con vida esa primera fase, en la temprana niñez te estaban esperando otros peligros no menos difíciles de sortear. Ante cualquier síntoma de tos, bronquitis, o como medida preventiva para que la tan temida tosferina no se adueñara de ti, te llevaban a respirar el vapor que aún soltaban las viejas máquinas del tren a su paso por la estación. Era corriente ver a los niños de la mano de sus abuelos, en los andenes o sobre la pasarela que servía de paso de un lado al otro de las vías del tren, esperando la llegada del convoy para utilizarlo como si de una sesión de vahos se tratara. Corría la teoría, avalada incluso por los médicos de la época, que mantenía que el humo de los trenes ejercía un efecto preventivo para las enfermedades de los pulmones y los bronquios y si eso no nos mató es porque realmente nuestros genes se aferraban a la vida como un gato a unas cortinas.

Ya veníamos del pan untado en vino para que los bebés conciliaran el sueño en sus cunas. A nuestros padres les habíamos oído contar que antes de la aparición del “chupete”, sus madres les aplicaban ese método cuando menos sospechoso para cualquier tribunal defensor de la infancia o los derechos humanos. Y entonces, llegó la quina. Ese vino azucarado con 15º de graduación alcohólica, que nuestras madres nos administraban un par de veces al día, antes de las comidas, porque “daba ganas de comer” y era bueno para el crecimiento de los niños.

Aún guardo en mi memoria el calor en las orejas con que me sentaba a la mesa después de haberme encajado un vasito de quina, en ayunas por supuesto, antes de comer. Para un niño de cuatro o cinco años, una ración de aquel vino dulce y espeso constituía un directo al hígado y el pasillo, recto y ancho, se me hacía estrecho y con curvas al transitarlo desde la cocina, lugar donde se nos dopaba, hasta el comedor donde a duras penas trepaba hasta la silla para acomodarme ante mi plato. No sé si el hecho de que siempre haya sido un excelente comensal, dispuesto a terminar con todo lo que me hayan servido se debe a la aportación de las raciones generosas de vino quinado que me dispensaron tanto mi madre como mi abuela (mi padre fue abstemio y no quería ni entrar en contacto con lo que no fuera agua), pero haciendo memoria uno se explica las risas tontas de tus hermanos alrededor de la mesa o que alguno de ellos, lejos de masticar y tragar con la velocidad que les era requerida antes de regresar al colegio, terminaran por quedarse dormidos o los ojos les bizquearan.

- ¡Vaaaaamos, mastica! – insistía mi madre perdiendo la paciencia ante una de mis hermanas, que sujetaba su cara en uno de sus puños, con el codo apoyado sobre la mesa – ¡te vas a quedar dormida con la comida en la boca!

Normal. En una de las vitrinas de cristal del mueble que cubría la pared del comedor, reposaba la botella oscura, junto a los vasitos de cristal, con la etiqueta que aseguraba que se trataba de un poderoso reconstituyente con propiedades que favorecían el crecimiento de los niños.

Así que, cuando la abuela se ponía a batir una yema de huevo con azúcar y vino dulce, y te lo daba como reconstituyente por la noche, antes de acostarte, nadie movía un músculo. ¡Le quedaba un sambayón perfecto!


 
 
 

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